Los trípodes y las cámaras fotográficas de los alumnos inundan el campus de Fuenlabrada

Ángel Villacañas Sanz. Fuenlabrada.- Pasaban pocos minutos de las once de la mañana y los alrededores del Laboratorio I se fueron poblando de grupos de alumnos que esperaban turno para conseguir una cámara con la que hacer su trabajo de fotografía. Casi todos iban bien equipados con ropa de abrigo pues un molesto viento de otoño, racheado y silbante, impregnaba el ambiente del Campus de Fuenlabrada de negritud y de frío.

A esa hora, en ese lugar, se habían citado cinco alumnos de 2º de Grado en Periodismo, Marcos, Tania, Ángel, Gonzalo y Valle. Fueron llegando, de uno en uno. Al primer saludo le seguía, casi siempre, el mismo comentario: “cómo ha cambiado el tiempo, pasaremos frío.” Tania no llegaba y uno de los integrantes del grupo marcó el número de su teléfono móvil. No hubo respuesta a ésa ni a la siguiente llamada. Podría decirse que, a ciertas horas, el móvil, inseparable compañero, es un molesto artefacto enemigo y que, como al enemigo ni agua, se le apaga o se le pone en silencio.

El caso es que el grupo, rayando ya las once y media, intuyó que algo de verdad había en el dicho de que el tiempo es oro y, de forma unánime, decidió no alargar más la espera y recoger el material con el que hacer el trabajo. Éste consistía en sendas cámaras réflex, marca Nikon, D-70, con su correspondiente trípode y un teleobjetivo que no era necesario para el propósito que tenían encomendado pero con el que, ignorantes de ello –como de otras muchas cosas- cargaron durante toda la mañana como almas en pena.

Así, fotógrafos en potencia, sin saber muy bien cómo les iría en esa nueva tesitura, se dirigieron con paso vacilante hacia la zona que, previamente, habían decidido utilizar como estudio al aire libre. El lugar estaba ubicado en una pequeña pradera de césped de la que emergían, más bien tristes, un par de jóvenes olivos. Distaba, apenas, un centenar de metros del Laboratorio I, pero pertrechados todos con las cámaras, los trípodes y la propia impericia de los debutantes, más bien pareciese que el camino se alargara dos o tres kilómetros y que el grupo se dirigiera a una recolección de setas más que de fotografías.

Al fin llegaron, ocuparon los espacios previstos, plantaron sus reales, es decir, sus trípodes, y comenzaron a disparar con frenesí sus Nikon en busca de la ley de la reciprocidad, ora con motivos estáticos, ora con otros en movimiento, esperando encontrar condiciones óptimas de luz en un festival de planos generales, americanos, medios, primeros y de detalle y, finalmente, enfocando perspectivas diferentes en un juego interminable de zoom y de distancias focales.

En esas horas, sería alrededor del mediodía, el campus se llenaba de gente por momentos, bien porque era el momento del cambio de clase o bien porque el solecillo de noviembre se agradecía más que permanecer en el aula. Los fotógrafos en potencia, ensimismados en recolectar las fotos, unas tras otras, como setas mágicas, se veían obligados, a veces, a esquivar las figuras y las sombras de quienes invadían, sin saberlo, el campo visual de la cámara. A pesar de la cierta habilidad que llegaron a adquirir en ese menester del aviso y del regate, tuvieron que repetir fotos en más de una docena de ocasiones por esas invasiones indeseadas o por fallos propios derivadas de su impericia.

Cuando los recién fotógrafos dieron por terminada su labor el reloj marcaba algo más de la una y media. A esa hora ya habían terminado las clases del turno matinal y casi todos los alumnos habían desaparecido del campus en un tropel de voces juveniles, en dirección al coche, en el que en muchos casos se divisaba una “L” en su luna trasera, o hacia la estación cercana del Metrosur. Se percibía un espeso silencio y apenas algún alumno despistado paseaba en solitario, de un edificio a otro, en busca de no se sabe qué.

Aquí y allí y más allá, de repente, surgían, también como recolectores de fotografías mágicas, en color o en blanco y negro, otros varios grupos de potenciales fotógrafos, con sus Nikon al hombro y sus consabidos trípodes. Todos regresaban con la sensación agridulce de haber terminado sus trabajos y con la duda, más que razonable, sobre la suficiencia de lo recolectado y la intuición de que por la calidad de las fotografías, éstas más parecerían setas de cardo que boletus. Volvían todos, Ángel, Gonzalo, Valle y Marcos, otra vez con paso vacilante, desandando el camino de la mañana, como si hubieran sido protagonistas de una otoñal jornada micológica. Alguien se cruzó con ellos y, a modo de saludo, les espetó: “¿qué tal las fotografías?” Se miraron, sonriendo, y uno de los del grupo, encogiendo los hombros y haciendo un guiño, contestó: “Bueno, al menos, ninguna ha salido venenosa.”

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